¿Qué ves cuando
me ves?
Viajemos en el tiempo. Nos vamos,
no sé, a 1938. El mundo está saliendo de una depresión económica importante;
Europa se encamina invariablemente por segunda vez en veinte años a una guerra;
Japón invade China y en la Argentina la década infame parece no vislumbrar un
fin cercano al asumir Roberto Ortiz la presidencia.
Dirijámonos
ahora a Hollywood, a París o a Buenos Aires. Vayamos a alguna capital con una
producción fílmica independiente que marque tendencia. “Qué tal, señor
productor, mi nombre es Gustavo Marangoni y le propongo lo siguiente: criemos a
un niño en una casa llena de cámaras pero que sean invisibles a sus ojos para
lograr así un resultado honesto. Lo vemos crecer, hacerse hombre,
inspeccionamos sus amores, odios, su relación con la familia, todo,
absolutamente todo. El muchachito, al no estar al tanto de que lo que sucede a
su alrededor es pura ficción, vivirá una realidad que será virtual para
nosotros pero absolutamente verídica para él. Filmamos los avances y una vez por
semana, o por mes, pasamos las proyecciones en los cines. ¿Le parece bien?”.
Una flor de patada ahí donde no da el sol sería lo que recibiríamos como
respuesta junto con un sincero escepticismo acerca de nuestra salud mental.
Bueno, tal vez
no sea la época adecuada para el producto que queremos vender. Esta gente no
está lista. Vayamos a algún año en el que la televisión ya haya ingresado con
fuerza en los hogares. Supongamos, 1975. No, otro voleo. Tal vez no hubieran
sido tan desalmados con su negativa y, hasta incluso, en un acto de bondad, no
hubieran llamado al loquero para internarnos.
¿1989? Lo
pensarían, pero aún no estarían preparados. ¿1994? Mmm, un poco más, ¿1998?
¡Bingo! A partir de ese año, creo yo, de haber presentado el proyecto del niño
criado al calor de la televisión, nos hubiéramos llenado de plata, premios y
demás beneficios propios del mundo del espectáculo, siempre y cuando algún
Estado desalmado o corrupto hubiera permitido que uno de sus ciudadanos
creciera en esas condiciones o si nuestro equipo de abogados fuera el
equivalente al Dream Team del 92 pero en versión jurista en vez de
basquetbolista.
El Show de Truman (The Truman Show), estrenada
justamente en 1998, relata lo que nosotros le queríamos vender al productor
parisino de entreguerras: un experimento donde se cría a un pequeño en un
enorme estudio de televisión. Sus padres, mujer, vecinos, compañeros de
trabajo, amigos de la infancia, profesores y hasta la gente anónima que pasa
delante de la casa donde vivía, todos ellos son extras contratados para tener
una existencia que gire en torno a la ignorante estrella. Truman (Jim Carrey)
es el producto de una generación que comenzaba a cambiar el paradigma del
entretenimiento existente hasta entonces.
Cada instante de
su vida es seguido por millones de personas que se deleitan con los placeres,
dolores, alegrías y tristezas de este vendedor de seguros –duda al margen: si uno cree que su vida es real, que
sus relaciones son legítimas y que su profesión ascendente es producto de méritos
propios, pero en realidad todo no es más que un enorme bluff, ¿la realidad que construimos en nuestra mente es verdadera a
pesar de estar basada en una mentira? ¿Truman vivió una vida falsa o su propia
percepción de lo real la hizo verdadera?–.
Finalmente, y
para darle un sentido a la película, Truman se percata de que algo no está bien
y comienza a indagar en detalles que le dan a entender que lo que daba por
sentado no tiene por qué ser veraz (un foco de iluminación que cae del cielo,
una conversación que capta la radio del auto en donde se habla del show y lo
que hizo por la mañana, un amor de juventud que no puede olvidar, una misma
secuencia de extras que pasan en exactamente el mismo orden por la puerta de su
hogar en determinados horarios, una cámara oculta en el sótano de su casa).
Como un dios
omnipresente, cada paso que daba el personaje de Carrey estaba planeado y
pensado por Christof (Ed Harris), el productor, director y creador del reality
que observaba y manipulaba todo lo que sucedía en la ciudad-estudio desde un
centro de control “celestial”, una especie de panóptico foucaultiano al que
nada se le escurría.
En el siglo xviii, el filósofo inglés Jeremy Bentham
ideó una prisión diseñada para monitorear cualquier movimiento por
insignificante que fuera. La arquitectura del establecimiento penitenciario,
describe Foucault en Microfísica del
poder, “posee la forma de un anillo donde la construcción queda en la
periferia, dividida en celdas, con una torre en el centro con dos grandes
ventanas que se abren hacia su interior y otra única para el exterior que
permite que la luz atraviese la celda de lado”. De esta manera, la vigilancia
se establecía para que unos pocos observaran a todos.
Este ejemplo del
modelo de Bentham le sirvió a Foucault para graficar un tipo de sociedad en la
que la observación y el control lo ejercía un grupo reducido de personas que
aleccionaba a aquellos cuyos comportamientos no coincidían con las conductas
“normales”.
Pero este
principio ha cambiado de forma radical y hoy, más que vivir bajo la observación
de escasos hombres, muchos son los que observan y vigilan a unos pocos. Pasamos
de una sociedad panóptica o una sinóptica.
En En búsqueda de la política, Zygmunt
Bauman relata esta transformación de la sociedad que observa los hábitos y
costumbres de un puñado de personas que se convierten así en modelos de
comportamiento, y construyen una imagen de lo privado absolutamente diferente a
la del modelo panóptico. La creación y generación de normas de conducta social
surge a partir de lo que hacen y dicen estrellas de cine, talk shows y, por supuesto reality
shows, que gracias a la magia de la televisión tenemos disponibles las 24
horas del día, los 7 días de la semana.
Estos modelos no
son seres extraordinarios ni tipos que rompieron el molde al nacer. Por el
contrario, son personas “normales”, como lo somos nosotros o, al menos, como
supuestamente lo deberíamos ser.
El sinóptico
crea toda una concepción del deseo relacionado con el placer inmediato, propio
de una sociedad de consumo: “Quiero ser conocido ya, quiero ser músico ahora,
quiero ser millonario en este instante”. De esta lógica, surgirán estrellas
fugaces, modelos desechables que viven solo una temporada, un suspiro, y que
rápidamente pueden ser descartados. Esta realidad nos pone en contacto
permanente con un ámbito de lo privado que destruye sus propias fronteras para
entremezclarse en un difuso menjunje con lo público. Será muy difícil
distinguir qué es lo que está protegido por la intimidad y lo que es propio de ser
observado por todos.
Truman es una
estrella mundialmente reconocida y admirada, a pesar de no tener la menor idea
de que lo es. En la película, hay un constante ida y vuelta entre el show y el
mundo exterior descrito por imágenes de fanáticos que festejan y sufren las
peripecias de la vida “normal”, pero que también consumen lo que Truman consume
y adecuan su vida de acuerdo con las pautas del programa. Esa “normalidad”, esa
“realidad”, funciona como modelo de referencia para los que están afuera.
La política
también se ha transformado a la par de este cambio de paradigma. Su devenir, y
quienes viven en ella y por ella no resultaron inmunes a los vaivenes de la
sociedad y a la aparición de esta nueva configuración existencial.
Vamos por
partes: ¿recuerdan el preámbulo de nuestra constitución? Comenzaba así: “Nos,
los representantes del pueblo de la Nación Argentina…”. En esta oración, se
resume que nuestro sistema político adopta para gobernar la forma
representativa, es decir, el pueblo solo podrá gobernar mediante los
representantes, individuos elegidos mediante el voto, nunca de forma directa.
Sé que parece
que me volví loco y cambié bruscamente de tema, pero denme margen para hilar
los conceptos.
Los canales de
representación por excelencia han sido históricamente los partidos políticos,
fuerzas en las que se organizan y defienden ideas y principios que entrarán en
competencia –no solo durante las elecciones– con otros partidos para ocupar
temporalmente determinados puestos de gobierno.
Ahora bien, hoy
los partidos políticos están muy lejos de ser lo que eran antaño: estructuras
con enormes aparatos electorales distribuidos a lo largo y ancho del país con
miles de afiliados que pagaban sus cuotas religiosamente y defendían las bases
ideológicas recusando a todo aquel que osara moverse un ápice de sus
principios.
Hoy, las
organizaciones son más bien laxas, la presencia territorial basada en las
unidades básicas o comités está lejos de ser uniforme y las fronteras
ideológicas prácticamente son inexistentes. Todo esto da como resultado
partidos que, aunque legalmente imprescindibles para presentarse a elecciones,
terminan teniendo un significado real más liviano que en el pasado.
Esto posibilita
la aparición de políticos más liberados de toda estructura que reprima los
vaivenes de sus posiciones, actitudes y palabras. Serán muy pocos los que, más
allá de un nimio porcentaje de opinión pública, criticarán al político X por
aseverar un día algo y al otro una cosa absolutamente diferente. Y, si alguien
lo hiciera, esto no aseguraría la ruina de su carrera política para el resto de
la eternidad.
Antes, ese papel
de guardián de las ideas le correspondía al partido que sancionaba y hasta
podía expulsar al ostracismo a cualquiera de sus integrantes por falta de
coherencia. Hoy, dicha contradicción tal vez, con suerte, salga reflejada en
alguno de esos programas televisivos que trabajan con archivos, pero nada más.
Esta falta de lazos fuertes y perdurables tiene como principal víctima a los
votantes, porque si uno otorga el voto a un candidato por su posición,
supongamos, en el tema del aborto o porque prometió bajar impuestos, ¿qué
impide que al llegar al poder no la cambie?
¿Esto ha matado
al sistema representativo? No, lo ha transformado. Las identidades inconsistentes,
circunstanciales, y las lealtades fugaces generaron una crisis en la
representación que ha dado lugar a su mutación. Hemos pasado de un sistema
representativo a uno de audiencias.
¿Cuáles son las
bases de esta democracia de audiencias? Principalmente que las figuras
políticas ya no surgen necesariamente de los complejos armados partidarios,
sino directamente de individuos cuyos liderazgos se sostienen en la imagen
pública. Los partidos pesan menos como articuladores de las demandas de la
sociedad. Ahora son personas, caras, apellidos, sonrisas en afiches
propagandísticos que pueden tener alguna estructura detrás o no.
De a poco vamos
llegando al punto. Si combinamos esta democracia de audiencias con la sociedad
sinóptica que describía Bauman, obtendremos como resultado lo que se denomina
una “política espectáculo” de la que algunos referentes pueden abusar, bajando
la intensidad de la racionalidad como componente central del viejo arte de la
discusión y construcción de fuerzas por una mediapolítica,
centrada en la imagen, la celebridad, las emociones y la industria del
espectáculo como principales ejes articuladores de esta nueva forma de
construcción de lo público.
Así, algunos
líderes pasan a ser protagonistas de sus propios reality shows y buscan escalar
en los principios de popularidad mediática para configurarse como celebridades
gobernantes.
Esto es así más
allá de las identidades ideológicas que los políticos profesen. Hoy se es solo
a partir de la visión del otro. Si no se ve, no existe. En esta configuración,
el decir reemplaza al hacer. Podrás ser el gobernante más capaz, trabajador y
honesto, pero si no lo mostrás, si no salís en televisión trabajando,
inaugurando o hablando, tu futuro político corre serios riesgos.
En el presente,
todos vemos y observamos el comportamiento de aquellos que nos gobiernan. Esto
tiene, en teoría, una faceta positiva bastante lógica, que será la del control
de los que elegimos para administrar los asuntos públicos. Pero el efecto
negativo vendrá de la mano de la falta de densidad, del rating como ideología y de la simulación como acción.
Para llegar, el
político tendrá que hablarles a todos, porque todos lo ven. Ya no existen los
públicos específicos con ideologías claras y articuladas. Ahora todo dependerá
de la capacidad que posea el que ambiciona el poder para entretener, al mismo
tiempo que hace del discurso algo claro, sencillo y vago para llegar con igual
intensidad a todos lo que lo observan porque, lejos de ser una masa uniforme la
que está del otro lado, es una multiplicidad de intereses, demandas y
ambiciones que reclaman ser atendidas.
El líder deberá
ser Truman, un tipo normal como cualquier otro, un ciudadano común, como el que
lo está mirando. ¿Por qué? Porque requiere de la aceptación y empatía del que
está enfrente y, en una sociedad donde los muchos ven a los pocos, los muchos
buscarán encontrar cualidades propias en los pocos para admitirlos. En la vieja
democracia representativa y panóptica, el ciudadano prefería encontrar en el
político a un estadista, a una persona con valores y actitudes extraordinarios.
Hoy es a la inversa, el líder tiene que demostrar que tiene valores comunes.
Aquí sucede lo
mismo que imaginábamos en nuestro viaje temporal cuando buscábamos un productor
que nos comprara el producto del reality:
cada época tendrá sus propios códigos, sus propios paradigmas, que harán que lo
que ayer pensábamos como imposible, hoy nos sea natural. Y viceversa.
Hoy los
dirigentes hacen un gran esfuerzo por mostrarse como un ciudadano más, dueños
de su vida privada y capaces de emocionarse, llorar y padecer sacrificios igual
que cualquiera de nosotros. En el antiguo paradigma, el político se acercaba a
besar bebés de sus seguidores. Ahora buscan tener un bebé propio para besar y,
de paso, mostrarlo en alguna revista de actualidad.
Lo público se ha privatizado y lo
privado se ha hecho público.
Al desdibujarse
su propio campo de acción, la política tiene que colarse en aquellos ámbitos en
los que no la tiene como protagonista principal. La audiencia no reclama a
gritos ver a políticos hablar sobre abstracciones, números y presupuestos. Así,
como quien no quiere la cosa, la política está obligada a colarse, como puede,
en programas de interés general para lograr atención. El político debe
exponerse, cantando y bailando, mostrándose al mundo como un tipo corriente.
¿Cuál era la clave del éxito de Truman? Que era un hombre normal, viviendo una
vida normal. ¿Cómo deberá lograr el éxito un político en la democracia de
audiencias de una sociedad sinóptica? De la misma manera. Ya tenemos el próximo
candidato y su slogan: “Truman, Presidente, Gran Hermano al poder”.
Para seguir
leyendo
Bauman, Zygmunt, En busca de la política, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003.
Foucault, Michel, Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1992.
Pousadela, Inés, Los partidos políticos han muerto ¡Larga
vida a los partidos políticos! , en Cheresky, Isidoro y Blanquer, Jean
Michel (comp), ¿Qué cambió en la política
argentina. Elecciones, instituciones y ciudadanía en perspectiva comparada,
Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 2004.
Cheresky, Isidro (comp.), Las urnas y la desconfianza ciudadana en la
democracia Argentina, Rosario, Homo Sapiens Ediciones, 2009.
Para ver o
volver a ver
El show de
Truman (The Truman Show), Dir. Peter
Weir, Paramount Pictures y Scott Rudin Productions, 1998.
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