Hollywood tiene sus fetiches, ama las biopics –especialmente si relatan
historias de superación personal– y le fascinan los musicales. Además, está
hechizada por la Segunda Guerra Mundial. Este conflicto bélico, el más
sangriento de la humanidad, ha funcionado como un faro para la meca del cine,
prácticamente desde el día que Alemania invadió Polonia. Arriesguemos una
hipótesis acerca del porqué de este enamoramiento: los malos –léase el
nacionalsocialismo, el fascismo y el Imperio japonés, pero sobre todo quedémonos
con los dos primeros– representan la antítesis de la autopercepción
estadounidense sobre sus propios valores.
Los nazis se creían superiores,
no solo a nivel ideológico, sino especialmente por su condición racial.
Excluían y asesinaban sin tapujos a los opositores y arrasaron y exterminaron a
naciones enteras; crearon métodos sistemáticos para el asesinato en masa y
albergaron en sus filas a corruptos, locos y mesiánicos. En fin, convengamos
que los muchachos hicieron méritos suficientes para que la historia los
recordara como los villanos perfectos.
En todo relato, también debe haber un héroe y,
si no hilamos demasiado fino y dejamos a un lado los bombardeos incendiarios,
los gulags y las bombas atómicas,
veremos que los aliados construyeron un mito bastante acertado de su labor
entre 1939 y 1945 y en el que Hollywood tuvo mucho que ver. Desde el minuto
uno, los estudios de Los Ángeles trabajaron incansablemente para reducir la
guerra a una relación binaria: malos muy malos contra buenos muy buenos.
Por ejemplo, El discurso del rey (The
King’s Speech) es una película que tiene casi todos los componentes que la
Academia prefiere. No es una película bélica, es verdad, pero está ambientada
en los años previos a la Segunda Guerra, y su momento cúlmine transcurre en los
primeros días del conflicto, cuando Londres esperaba el inminente desenlace, la
tormenta.
La ciudad es retratada
expectante, casi ansiosa por lo que vendrá. No hay tiros, pero El discurso tiene todo lo demás: un
hombre que parecía estar predestinado a ser un eterno segundón y que, por
gracia del destino, se convierte en el líder de una nación necesitada de guía;
una minusvalía física que es superada con la ayuda de un terapeuta poco
ortodoxo y, de telón de fondo, los nazis revoloteando.
Jorge VI, el protagonista del film,
caracterizado fenomenalmente bien por Colin Firth, vive a la sombra de su
padre, Jorge V, como el segundo en la línea sucesoria, lo que significa algo
así como ser el tercer arquero de un equipo de fútbol: existe la remota
posibilidad de atajar, pero en general nunca se da. Bueno, Jorge entró a jugar
en medio de un River-Boca, perdiendo dos a cero, con un penal en contra y tuvo
la capacidad de dar vuelta el resultado.
Su hermano, Eduardo VIII, había asumido la
corona al fallecer el rey, en enero de 1936, pero en diciembre de ese mismo
año, abdicó para casarse con Wallis Simpson, una plebeya estadounidense que,
como frutilla del postre, era divorciada. Al prohibir la ley británica tal
unión, Eduardo prefirió dar un paso al costado para pasar el resto de su vida
con Simpson –y si no fuera porque ambos tenían cierta simpatía hacia el
nacionalsocialismo, su historia, que el cine también ha reflejado en un par de películas,
sería un clásico cuento de hadas–.
Así, Jorge VI entró a la cancha. Solo tenía un
pequeño problema: era tartamudo. Si esta misma historia hubiera ocurrido a
mediados del siglo xviii, la
tartamudez hubiera sido solo un detalle anecdótico, conocido únicamente por
eruditos de la realeza británica. Pero a finales de la década del treinta, los
medios de comunicación, y sobre todo la radio, tenían una influencia en la vida
cotidiana cada vez mayor. Por esa razón, Jorge, incluso antes de ser Jorge VI,
decide ir a un especialista, Lionel Logue (Geoffrey Rush), para curar esa
afección.
Obviamente, después de algunas idas y vueltas,
de abandonos, decepciones, semitraiciones y demás condimentos obligatorios para
este tipo de film, Jorge alcanza cierta mejoría. Es decir, con cierta
dificultad, puede hablar de corrido, algo que para varios políticos
contemporáneos es una hazaña difícil de alcanzar.
Entonces llega el día. Londres le declara la
guerra a Berlín y el rey tiene que comunicarse con su pueblo. Debe transmitirle
seguridad, calma y confianza, atributos que son más fáciles de comunicar si uno
no tartamudea.
Allí está el rey, en la antesala de lo que
será el discurso más importante de su vida, el primer discurso de una nación en
guerra. Practica una y otra vez las partes más complicadas. Logue lo incentiva,
lo acompaña en cada párrafo. Pero Jorge se equivoca constantemente hasta que
explota: “Si soy rey, ¿dónde está mi poder? Puedo… ¿Pu… pu… Puedo formar
gobierno? ¿Pu… pu… Puedo… subir los impuestos? ¿Declarar la guerra? ¡No! Aun
así soy… soy… soy la base de toda autoridad. ¿Por qué? Porque la… la… la nación
cree que cuando hablo, hablo por ellos. Pe… Pe… Pero no puedo hablar”.
A finales de la década del
treinta, cuando los hogares del mundo eran conquistados por la radio, la
palabra era un recurso valiosísimo. De allí la desesperación de este rey cuya
única labor verdadera era la de funcionar como un símbolo y, como tal, no podía
darse el lujo de tartamudear, de mostrarse débil. Ningún símbolo puede ser
débil.
La película refleja la importancia de los
medios en la época cuando el rey incorpora la novedad de la radio para hacer
masivo su saludo de Navidad. Sabiendo las dificultades de su hijo, lo hace
sentarse frente al micrófono: “Siéntate bien, erguido. Míralo de frente (al
micrófono), como buen inglés. Que sepa quién está al mando”. El bueno de Firth
en el papel de Jorge, cuyos problemas emocionales deberá solucionar con su
psicólogo, le responde que no puede leer eso, a lo que el rey, sin un atisbo de
paciencia o consideración paternal, le retruca: “Esta cosa endiablada cambiará
todo si no puedes. Antes bastaba con que un rey usara uniforme y no se cayera
del caballo, ahora debe invadir las casas y congraciarse con todos. Esta
familia se ha reducido a esas bajas criaturas, ahora somos actores”. “Ahora
somos una ‘firma’”, responde resignado el hijo, “y podemos quedarnos sin
trabajo”, cierra el padre.
La pregunta que deberíamos
hacernos es si hoy en día el rey podría sortear su incapacidad para hablar de
corrido hasta transformar su falencia en una virtud. En la era de la imagen, si
el tipo tiene pinta o si se convierte en un personaje singular, el hecho de
tener una presencia acorde con lo que la televisión requiere resulta ser tan
crucial como en su momento lo fue la voz para la radio. ¿O alguien le conoce la
voz al príncipe William?
Durante la Segunda Guerra Mundial, las alternativas de la gente para
conocer lo que estaba sucediendo o para relacionarse con sus líderes estaban
mucho más limitadas, y la radio era una de las vías más importantes. De allí la
importancia de poder escuchar a su rey. Pero en la actualidad, ese mismo
público ve.
En 1960 se televisó por primera vez un debate
presidencial en los Estados Unidos y, más que nunca, la sentencia de Jorge V
sobre la importancia de la condición de actor de todo representante público
cobra en este contexto un valor superlativo.
Por el partido demócrata, se
presentaba el joven y buen mozo miembro de una familia tradicional católica
irlandesa: John Fitzgerald Kennedy. Por los republicanos, un también joven pero
indudablemente rancio Richard Milhouse Nixon. El primero se mostró tranquilo y
sereno, como pez en el agua. Ante la pantalla, se expuso como un galán de
Hollywood, bronceado y de sonrisa perfecta. Nixon era Nixon.
En la película Frost/Nixon, se desarrolla un diálogo que hace referencia a ese
debate. Frank Langella, que interpreta al expresidente norteamericano, antes de
comenzar la primera entrevista con Frost (Michael Sheen, el Tony Blair de La Reina [The Queen]) le comenta que había perdido aquella elección presidencial,
porque durante la transmisión, debido al calor de las luces, el país lo había
visto sudar constantemente ante las cámaras y, para evitar nuevamente ese
error, a partir de aquel momento, siempre llevaba un pañuelo para secarse la
transpiración excesiva durante las entrevistas.
En cuanto al tartamudeo, en la actualidad, si
uno puede controlarlo y transformarlo en una característica propia, no te quita
de la cancha. Pero es más difícil manejar otro tipo de circunstancias en cuanto
a lo gestual. Si en un debate uno se muestra perdido, buscando la cámara,
pifiándole a la salida y confundiendo el nombre de la esposa del conductor al
mandarle un saludo, bueno, esa es una imagen que ningún discurso, palabra, ni
golpe sobre la mesa pueden equilibrar.
En nuestros países faltos de monarquía, los
presidentes ocupan el espacio de la realeza, no tanto por el tipo de autoridad
que detentan, sino porque tienen que constituirse en símbolos. Ser símbolo no
significa perder las facultades ejecutivas, sino convivir con ellas al mismo
tiempo que se trabaja en la imagen y la palabra. El ritual es importante, diría
el Principito. Y si el personaje de Saint-Exupéry hubiera vivido en esta época,
además de tener Facebook, diría que el ritual es exponencialmente importante.
Todo poder conlleva una cuota de
elementos simbólicos que deben resguardarse como el poder mismo. No me refiero
solo a la Corona y el Cetro, sino también a las imágenes y retratos oficiales
del Presidente o del Primer Ministro –que están sutilmente pensados–, la
arquitectura simbólica de dónde se hospeda quien ejerce el poder, su vestuario,
su ornamentación, las palabras que usa, la manera en la que saluda, los gestos
que hace, la sonrisa que esboza.
Dick Morris, asesor político estadounidense
conocido principalmente por su trabajo con Bill Clinton, escribió en El nuevo príncipe que un gobernante no
puede caer por debajo del 50% en las encuestas de imagen positiva. Si así lo
hiciera, los problemas irían más allá del ego del político; los problemas se trasladarían
al plano gubernamental. Porque sin el apoyo del electorado se hace difícil
formar gobierno, dictar política económica, política exterior y un largo, largo
etcétera.
Por ello, el líder deberá estar todo el tiempo
pendiente de mantenerse fiel al personaje que se creó para llegar adonde llegó,
porque todo el tiempo lo estarán observado, estudiado y juzgando. Piénsenlo un
minuto: ¿hay un nombre público más mencionado por el ciudadano común que el de
su presidente?
Volviendo a El discurso del rey, para Jorge el problema era su tartamudez, y
para el político contemporáneo, serán todas las inconveniencias relacionadas
con su imagen. El cuidado del acting
debe ser permanente. Al igual que el rey cuando decía que hablar era su
obligación, los presidentes tienen que componer muy bien su propia
caracterización presidencial para que la ciudadanía los elija, esa será su
obligación.
La película Frost/Nixon termina con una sentencia implacable de Nixon. Luego de
humillarlo en la entrevista, Frost va a visitar al expresidente a su casa de
San Clemente para agradecerle y despedirse y, además, aprovecha la reunión para
darle como obsequio un par de mocasines que Nixon le había halagado.
El presidente interpretado por
Langella aparta de la reunión al que había sido su entrevistador y, luego de
preguntarle por las fiestas que solía hacer el conductor, realiza una confesión
que describe perfectamente la relación contemporánea entre política,
popularidad e imagen: “No tienes idea de lo afortunado que eres, al querer a la
gente, al ser querido, tener esa facilidad, esa ligereza, ese encanto, yo no lo
tengo. Nunca lo tuve. Eso te hace preguntarte, ¿por qué elegí una vida en la
que debes ser querido? Me va mejor una vida de ideas, debates, disciplina
intelectual. Creo que nos equivocamos, tu deberías ser político y yo, un
agresivo entrevistador”.
Nuestro presente marca que la doxa prima por sobre la episteme –la opinión importa mucho más
que el conocimiento–. Probablemente tus posibilidades disminuyan seriamente si
tenés un aspecto descuidado, si poseés un modo irritante de relacionarte o si
carecés de la capacidad de síntesis para expresar una idea en tiempos adecuados
para la televisión.
Vivimos en una época adicta a la crocancia y
al burbujeo. Si no cruje al masticarlo, no sirve. Si no tiene burbujas al
beberlo, es insulso. Suena casi irónico, pero los alimentos –o las sustancias
comestibles para no presuponer nutrición– con estas características generan
adicción. Por eso, le pedimos a los que gobiernan que tengan el mismo crujir y
las mismas burbujas que un conductor de televisión, porque nos volvimos adictos
a estas características, las necesitamos, las buscamos en cualquier lugar. Los
símbolos se construyen, en parte, sobre los requerimientos de la población, así
que ¡a crujir y burbujear se ha dicho! ¡A construir la necesidad de que se te
escuche y se te vea!
El viejo político de la época de la imprenta,
el de los discursos legislativos, el del hablar sereno y pausado, el viejo
sabio ya no encaja. Si nos transladáramos a la actualidad, el rey Jorge,
debería estar preocupado más que por su problema de tartamudez, por cómo da en
televisión. Al fin y al cabo, con una pizca de carisma, un toque de baile,
algún romance mediático, cierta tapa de revista ya puede salir un símbolo
moderno sobre el que Hollywood podrá filmar el musical que tanto le gusta. ¿Les
parece un título adecuado Bailando por un
reino?
Para seguir
leyendo
Morris, Dick, El
nuevo príncipe, Buenos Aires, Editorial El Ateneo, 2002.
Para ver o
volver a ver
El discurso del rey (The King’s Speech), Dir. Tom Hooper, The
Weinstein Company y UK Film Council, 2012.
Frost/Nixon, Dir. Ron
Howard, Universal Pictures, Imagine Entertainment y Working Title Films, 2008.
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