William Foster es lo que podríamos denominar un
oficinista modelo, esa clase de personaje que se multiplica como hormigas y con
el que nos cruzamos los días laborables –o que incluso podemos ser nosotros
mismos, aunque nos neguemos a admitirlo–: pelo cuidadosamente recortado,
corbata negra al tono con el pantalón de vestir, anteojos con alguna remanencia
retro, camisa blanca de mangas cortas y un par de biromes que sobresalen del
bolsillo. La radical diferencia con lo que vemos en las calles de la City está
en que, si esta subespecie de trabajador suele llevar un maletín en la mano
derecha, Foster sostiene, además, una escopeta en la izquierda.
El personaje interpretado por
Michael Douglas en la dignísima película de Joel Schumacher, Un día de furia (Falling Down) (sí, sí, el mismo director que casi arruina la
franquicia de Batman con dos espantosos mamarrachos fílmicos –Batman Forever, y Batman y Robin– supo hacer cosas buenas), es como la bestia que
todos llevamos dentro pero que mantenemos a raya por obra y gracia del autocontrol.
Cansado de los problemas cotidianos, William (Michael Douglas) decide
enfrentarlos a los escopetazos limpios.
El microcentro, el tránsito, la
violencia, los empujones, las colas, el frío y el abrigo que después no sabemos
dónde meter, el calor, el retraso del tren, los paros sorpresivos del subte,
los motoqueros y sus zigzagueantes motos que salen de la nada a velocidades
astronómicas, las lluvias que anegan el barrio, los jefes y sus humores, los
empleados y los suyos, todos pincelazos de nuestra vida diaria que condicionan
nuestra paciencia. ¿Cómo hacemos para no estallar? ¿Qué nos contiene de
transformarnos en un William Foster más?
En principio, la respuesta lógica
sería que no estamos tan locos, o que al menos nuestra locura no llega a esos
extremos, por más que haya ciertos días en que creemos que nos acercamos a
nuestro límite. ¿Entonces? Una vez más recurramos a los clásicos para tratar de
encontrar una respuesta. En este caso, repasemos a Thomas Hobbes, el padre del
contractualismo.
Hobbes fue un
pensador inglés del siglo xvii
que, entre otras cosas, escribió el Leviatán. Allí plantea que el
Estado (representado justamente por esta figura bíblica identificada con
Satanás) es producto de un contrato voluntario entre los ciudadanos y el poder
que tiene por objeto garantizar la seguridad individual.
Antes de este
pacto –grafica Hobbes– las relaciones entre los hombres se llevaban adelante en
un “estado de naturaleza”. ¿Por
qué el hombre decide arroparse en el seno de un monstruo bíblico para permanecer
en aquel estado? Porque
todas las relaciones humanas estaban atravesadas allí por la incertidumbre y el
temor. Era un todos contra todos donde “cada hombre tiene la libertad de usar
su propio poder como quiera para la conservación de su propia naturaleza, es
decir, de su propia vida; y por consiguiente, para hacer todo aquello que su
propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin”.
Por lo tanto, “si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden
disfrutarla, ambos se vuelven enemigos, y en el camino que conduce al fin (que
es, principalmente, su propia conservación, y a veces su delectación tan solo),
tratan de aniquilarse o sojuzgarse uno a otro”.
Si ningún
individuo reconoce la autoridad del otro ni de una institución que esté por
encima de sus intereses, cualquier disputa, por pequeña que pueda parecer, va a
ser una disputa con la posibilidad real de ser hasta la muerte. Allí no hay
espacio para la construcción de un nosotros, porque apenas si
hay lugar para la preservación de un yo.
Pero vivimos en
sociedad, en parte gracias a ese contrato, aunque debemos pagar un
precio. No podemos hacer lo que queremos cuando queremos. Cedemos algunas de
nuestras libertades y a cambio solicitamos toda una serie de garantías de que
la vida va a transcurrir por vías normales con cierta
certidumbre. El que se encarga de asegurar esa normalidad es el Estado. ¿Qué
determina lo normal? Esa pregunta es un tanto más difícil y engañosa, pero
tenemos toda una serie de reglas, leyes y códigos que nos dan una pauta de
comportamiento. Yo puedo bajarme del auto, subir al colectivo y darle una buena
paliza al colectivero por su desconsiderada forma de manejar, pero si lo hago
me tengo que atener a las consecuencias que la sociedad, por medio de sus
instituciones, me imponga.
Actuamos de una
determinada manera y esperamos que el otro se comporte de manera similar. Si no
existieran estas pautas, la cosa podría resultar bastante siniestra, al menos
para la mayoría. En el “estado
de naturaleza” que utilizaba Hobbes como figura, los más
fuertes se imponían sobre los débiles sin ningún tipo de reparo ni contención.
El componente egoísta que todos tenemos dentro –en algunos más grande que en
otros–, pasaba a ser el combustible de cada acción que se llevaba adelante. Si
consideramos que el mundo de hoy es competitivo, imaginémonos cómo sería una
lucha hasta las últimas consecuencias por un paquete de fideos.
Nuevamente, el
cine nos sirve para graficar lo que queremos decir, en este caso la bellum
omnium contra omnes (guerra de todos contra todos). Pensemos en películas
donde el Estado, de un día para el otro, desaparece. En todas, está el factor
común del “sálvese quien pueda”: Mad Max, La guerra de los
mundos (War of the Worlds), 2012, Impacto
profundo (Deep Impact), 28
días después (28 Days Later), Waterwold y
la lista continúa. El cine está plagado de producciones que demuestran la
fragilidad de nuestras instituciones, lo endeble de nuestra organización social
y política, lo tenue de la frontera que divide el mundo organizado en el que
creemos desarrollarnos, y la barbarie irracional y anárquica a la que tanto
temor tenemos.
¿Y la moral?
¿Acaso no existen en el hombre valores intrínsecos comunes que lo unan, más
allá de la amenaza de castigo, para que no reine la anarquía? Si esto fuera
así, si la moral tuviera suficiente fuerza y consideración para reinar por sí
misma, no necesitaríamos policía, leyes, tribunales ni ejército: no tendríamos
necesidad del Estado, ni de la política. Pero lo necesitamos, casi como el
agua, porque el mundo está lleno de amenazas.
En el universo
de la última trilogía de Batman (Batman inicia [Batman Begins], El
caballero de la noche [The Dark
Knight] y El caballero de la noche asciende The Dark Knight Rises]), se plantean estos
mismos dilemas. Existe un orden que se ve amenazado por la incapacidad para
brindar seguridad a los habitantes de Gótica, es decir, una de las partes está dejando de cumplir el pacto. Desde las
entrañas mismas del sistema, la mafia, como un tumor que se expande sin
control, hace y deshace a su gusto. Pero a diferencia del cáncer, la mafia no
tiene intención de eliminar al Estado, sino más bien busca transformarlo en un
apéndice suyo. La mafia no quiere el fin del orden establecido, quiere un orden
a su servicio.
Dentro de esta
anormalidad, donde la corrupción es ley, descansa una racionalidad. Como
veremos en el próximo capítulo, el crimen organizado funciona, en algún
aspecto, como un gobierno paralelo. Tiene sus reglas, códigos, y actúa de forma
tal que sus acciones encierran cierto nivel de previsibilidad (si delatás a
alguien, sabés lo que te espera; si cruzás la frontera de influencia de tu familia, sabés lo que te espera).
Batman aparece
en este escenario como una fuerza del orden. Vendría a ser como un refuerzo de
glóbulos blancos para luchar contra la infección pero que, sin embargo, no
pretende remplazar al sistema inmunológico. Es un personaje extraordinario para
un momento extraordinario. No intenta suplir las instituciones, al menos, no
eternamente.
Nolan, director
y uno de los guionistas de la saga, va a construir esta paradoja del guardián
del orden perseguido por el mismo orden que intenta proteger, con una escena de
la mejor de las tres películas y que usaremos a partir de ahora como base: El
caballero de la noche.
Rachel (el amor
imposible de Bruce Wayne, interpretada en esta película por la algo insulsa
Maggie Gyllenhaal), Harvey Dent (Aaron Eckhart, el mismo de Gracias por
fumar [Thank You for Smoking])
Bruce Wayne (Christian Bale) y su pareja de turno, Natasha, primera bailarina
del ballet de Moscú, se encuentran casualmente en uno de los restaurants de
Wayne. Natasha está intrigada por los niveles de violencia que ve en Gótica y
se pregunta cómo es posible que se idolatre a un vigilante enmascarado.
“Aquí nos
enorgullecemos de un ciudadano valiente”, responde Dent, a lo que la bailarina
le retruca: “Necesitan funcionarios héroes como usted, no un tipo superior a la
ley”.
Acá comenzamos
a ver el hilo conductor de la motivación y, al mismo tiempo, la carga emocional
que implica para Wayne ser un vigilante enmascarado. No es un funcionario ni
está atado a ninguna legalidad. Es más, sus acciones son contrarias al
principio básico del Estado que Max Weber, sociólogo alemán de finales del siglo
xix y principios del xx, reconocía: el monopolio del uso
legal de la fuerza.
Wayne
interviene, como quien quiere despistar cualquier indicio de su identidad
secreta, “Exacto, ¿quién nombró a Batman?”. “Todos los que dejamos que la
escoria se adueñara de la ciudad”, contesta Dent, “pero esto es una
democracia”. Natasha parece algo indignada, lo que causa cierta curiosidad si
se tiene en cuenta que su madre patria es regida a gusto por Vladimir Putin y
Dmitri Medvédev.
“Cuando había
enemigos en sus puertas (Dent no se va a dejar vencer), los romanos suspendían
la democracia y nombraban un protector. No era un honor, era un servicio
público”.
Rachel se
incorpora a la charla haciendo uso de toda su artillería de conocimientos
históricos y aporta: “El último hombre nombrado para proteger a la república
fue César y nunca cedió su poder”.
“Bueno, está
bien. O mueres siendo un héroe o vives lo suficiente como para volverte el
villano. Sea quien sea Batman, no va a querer hacer esto toda su vida, Batman
quiere que alguien ocupe su lugar”.
¿Cómo responder
a situaciones extraordinarias que amenazan al sistema? Cuando una sociedad vive
un hecho traumático que amaga con destruir este contrato social hobbesiano, en algún rincón surgirá
la búsqueda del orden y la justicia como un intento de volver a los cauces
anteriores. Pero esa búsqueda no siempre se regirá por los parámetros de la
antigua normalidad.
Por supuesto
que Batman quiere que alguien ocupe su lugar. Él lucha por las instituciones,
por un orden, pero se ve a sí mismo como un parche, y no pretende que lo
piensen diferente. Quiere causar temor, pero solo porque en su mente esa es la
única forma de que lo tomen en serio. Aunque, al mismo tiempo, no mata, no
dispara y siempre entrega a los malos a Gordon, es un agente del Leviatán que actúa paralelo a este.
Batman quiere
salir de su rol parapolicial y necesita que el Estado recupere sus atribuciones.
¿Quién es el Estado? Harvey Dent. Él sí fue elegido para eso. Lo que sucede es
que Dent tiene la legitimidad y el carisma, pero no tiene la fuerza para
oponerse a los otros.
La amenaza a la
legalidad y al orden es tan brutal y demencial que las fuerzas tradicionales,
en parte porque están viciadas de corrupción por la infiltración en la fuerza
policial o, porque aquellos que no están viciados padecen de cierta ineptitud o
directamente miedo, no tienen la fuerza suficiente como para hacer frente al
caos.
Caos. Hemos
dado con la segunda tecla mágica del Caballero. La mafia no es el único enemigo con el que debe
lidiar Batman ni tampoco el más peligroso. En esta película, quien se roba la
atención es lo anormal, aquello que no puede pensarse como posible y que
termina sucediendo. Gótica se enfrenta a un crimen organizado y a otro
desorganizado y caótico, el gobierno del sin gobierno. ¿Y quién es el rey aquí?
El perro que persigue al auto, el hombre de las cicatrices de orígenes
inciertos, el villano cinematográfico mejor logrado de nuestro siglo: el
Guasón. Jack Nicholson, no tenemos nada contra usted, no se lo tome como algo personal,
pero Heath Ledger le pasó el trapo. Si Batman es un agente del Leviatán, el Guasón será un agente
del “estado de naturaleza”.
Volvamos a la
película. Dent ya está en el hospital luego de que Batman le ha salvado la vida
en el último segundo, pero a costa de que Rachel volara por los aires. El
Guasón, disfrazado de enfermera, se sienta a su lado. Quiere limar asperezas,
dejar los resentimientos a un lado. Finalmente, dice, cuando los secuestraron,
él estaba en la comisaría de Gordon. “Tus hombres, tu plan”, responde el
convaleciente Dent al que ya vemos que comienza a dejar al fiscal a un lado
para transformarse en Dos Caras.
“¿Te parezco un
tipo que tiene un plan?”, le contesta el hombre de la sonrisa eterna. “¿Sabes
lo que soy yo? Soy un perro persiguiendo autos. ¡No sabría qué hacer si
agarrara uno! Sabes, yo solo hago las cosas. La mafia tiene planes, la policía
tiene planes, Gordon tiene planes. Son estrategas, estrategas tratando de
controlar sus pequeños mundos. Yo no soy un estratega. Yo intento mostrarle a
los estrategas lo ridículos que son sus intentos de controlar las cosas”.
Y sigue: “Los
estrategas te pusieron donde estás. Tú eras un estratega, tenías planes y mira
donde te llevó todo eso. Yo solo hice lo que hago mejor, tomé tu pequeño plan y
lo di vuelta. Mira lo que le hice a esta ciudad con un poco de gasolina y unas
balas. ¿Sabes lo que he notado? Nadie se aterra cuando las cosas salen de
acuerdo con lo planeado, aun si el plan es horroroso. Si mañana le digo a la
prensa que un criminal va a morir o un camión con soldados va a explotar, nadie
entra en pánico porque todo es parte del plan. Pero cuando digo que un pequeño
alcalde morirá, bueno, ¡todo el mundo pierde la cabeza! Altera el orden
establecido y todo se transformará en caos. Soy un agente del caos y ¿sabés qué
es lo especial del caos? Es justo”.
Este capítulo
debería ser una trascripción del guion entero de la película, debido a su
genialidad, pero calculo que tendríamos algún problema con los derechos de
autor.
El Guasón solo
ve lo que quiere ver. No lo podemos castigar por eso, por la sencilla razón de
que está loco –y como todo loco peligroso, es impredecible, actúa sin tener un
objetivo claro en el horizonte–, pero además miente. El caos es tremendamente
injusto, no hay lugar para los débiles en él. No hay quien proteja a aquellos
que no pueden protegerse. La sociedad civil, si el orden cae, tratará de
restaurar nuevamente alguna clase de equilibrio, porque no podemos concebir una
vida en sociedad sin un compendio que recapitule aquellos comportamientos que
toleramos y aquellos que no, ni un aparato institucional que se encargue de que
esto se cumpla.
¿Todo orden es
justo? No, claramente, no. Los argentinos conocemos de órdenes injustos, pero
también aprendimos que para cambiarlos no debemos buscar la solución en el caos
porque allí se esconden los sádicos, los asesinos y los irresponsables.
Pero en su
locura, el personaje de Ledger nos acerca una verdad: todo sistema tiene una
cuota de injusticia que lleva a que algunos se beneficien más que otros. La
libertad nos brinda las mismas posibilidades a todos, pero esa misma libertad
hace que algunos vivan mejor que otros, ya sea por propia capacidad, herencia o
simple suerte. Si prima la igualdad, entonces todo tu esfuerzo, trabajo y
sacrificio no siempre te va a llevar tan lejos como podría.
El Leviatán tendrá entonces el fundamental
rol de la búsqueda de equilibrios y consensos para que el orden en el que
vivimos sea lo menos injusto posible. Deberá garantizar la seguridad, pero también
tendrá que velar por un régimen fiscal progresivo, salud, educación y un largo
etcétera. El estado de naturaleza está lejos de garantizar alguna de estas
cosas, está lejos de garantizar nada, salvo la supervivencia del más fuerte.
Batman es consciente de esto y está dispuesto a sacrificarse por sus ideas.
En los últimos
minutos de la película, vemos que Harvey Dent, imbuido de lleno en la locura,
ahora es Dos Caras. En busca de venganza, secuestra a la familia de Gordon.
Busca algún principio de justicia, de equilibrio. Quiere ver morir a los seres
queridos de Dent para que sufra lo que él sufrió. “No importa lo que yo
quiera”, dice, “es sobre lo que es justo. Creías que podíamos ser hombres
decentes en tiempos indecentes, pero estabas equivocado. El mundo es cruel y la
única moralidad en un mundo cruel es el azar. Imparcial, sin prejuicios,
justo”.
Harvey perdió
todo, siguió las reglas, se enfrentó a la oscuridad hasta que terminó siendo
absorbido por esta. El Guasón lo eligió a él porque sabía que era el punto
fuerte de la cadena, la representación de lo correcto, de la ley y el orden. Si
esta figura caía, todo caería detrás. El simbolismo de su fracaso y de su paso
al lado oscuro era el empujoncito final que la locura necesitaba para hacerse
con toda la ciudad.
Dent compró la
seguridad que le brindaba el contrato social. Aún más, era su máximo
representante. A él le dijeron: “todo va a salir bien”, y confió en que todo
sería así. Cuando le fallaron, y la anarquía pareció por un segundo ser la
ganadora, surgió Dos Caras, la representación de que hasta el más creyente
puede perder la fe.
En la situación
extraordinaria en la que se encontraba Gótica, en aquella disputa entre el
orden y el caos, Dent era una víctima inadmisible. Batman lo debe matar para
salvar al hijo de Gordon, pero el cadáver tendido en el suelo aún tiene
poderes, todavía puede significar algo, a expensas de un último sacrificio.
“El Guasón
ganó”, dice Gordon mientras contempla el cuerpo del que alguna vez había sido
el fiscal de la ciudad “los enjuiciamientos de Harvey, todo por lo que peleó,
deshecho. Nuestra oportunidad contra la mafia murió con su reputación. Le
apostamos todo a él. El Guasón deshizo nuestro mejor elemento. La gente perderá
las esperanzas”.
“No las
perderá”, dice Batman. El cadáver de Harvey está tirado mostrando su perfil
quemado y destrozado. El hombre murciélago gira la cabeza para que la parte de
su rostro que no se había desfigurado quede a la vista. “No deben enterarse de
lo que hizo. El Guasón no puede ganar. Gótica necesita a un héroe de verdad. O
mueres siendo un héroe o vives lo suficiente para convertirte en el villano. Yo
puedo hacer esas cosas”, se refiere a cargar con las muertes que Dent provocó
ya siendo Dos Caras, “porque no soy un héroe, no como Dent. Yo maté a esa
gente, yo puedo ser eso. Soy lo que Gótica necesita que sea”. Y concluye: “A
veces la verdad no basta, a veces la gente se merece más. A veces la gente
necesita que la premien por su fe”.
Creer a veces
resulta tanto más valioso que hacer. Pero a diferencia de cualquier dogma
religioso, la fe en nuestro sistema se debe materializar con hechos concretos,
caso contrario, se corre el riesgo de acabar en una bellum omnium
contra omnes. Día a día, el Leviatán
puede funcionar en un 99,9% de las veces en las que es puesto a prueba, pero si
ese 0,01% es lo suficientemente perturbador, puede acabar con todo, salvo que
la gente confíe en el Estado y en sus agentes. La defección de Dent era el
0,01% que rebalsaría el vaso.
Vivir en
sociedad no resulta fácil, ya lo hemos dicho. No solo debemos ceder libertades
y aceptar toda una serie de reglas y disposiciones, también tenemos que creer
en ellas. Y para creer, las instituciones tienen que dar respuestas. Si así no
lo hicieran, si comenzáramos a combinar nuestros maletines con escopetas para
resolver todo problema cotidiano que se nos presentara, la esencia del contrato
social se rompería, la fe se quebrantaría y el sacrificio invisible de los
miles de héroes anónimos (maestros, profesores, policías honestos, políticos
responsables, médicos rurales) que luchan por nosotros en silencio sería fútil.
Para seguir
leyendo
Hobbes, Thomas, Leviatán,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2004.
Para ver o
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Un día de
furia (Falling Down), Dir. Joel
Schumacher, Alcor Films, Canal+ y Regency Enterprises, 1993.
Batman
inicia (Batman Begins), Dir.
Christopher Nolan, Warner Bros. Pictures, 2005.
Batman: El
caballero de la noche (The Dark Knight), Dir. Christopher Nolan, Warner Bros. Pictures,
2008.
Batman: El
caballero de la noche asciende (Batman: The Dark Knight Rises), Dir. Christopher Nolan, Warner
Bros. Pictures, 2012.
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